miércoles, 28 de febrero de 2018

Entre la espalda y la pared

Cuando despiertas en mitad de la noche y a pesar del sueño no puedes volver a dormir, y das vueltas en la cama, escupiendo palabras y frases inconexas, y la almohada pincha tanto que te pones en pie a las 5:00 de la mañana, es que hay algo que no se ha resuelto y te está torturando. Las cuentas pendientes se clavan como cuchillos y te hacen gritar de madrugada. Te paralizas ante la posible solución porque sabes que huele a fracaso, pero la luz del día trae consigo la claridad necesaria, y te levantas y le metes mano a la vida.
Morderme la lengua o dejarme morder… y así acabé devorada. Pero la vida no es un carril de sentido único, y si das un mal paso siempre puedes desandar el camino y tomar otro. Y como seres pensantes (al menos la mayoría) acabamos encontrando soluciones. Es sólo cuestión de afinar las cuerdas hasta que suenen bien. Se puede renunciar a muchas cosas pero nunca a una misma. Y en este autorrescate, ignorando las voces que confunden, pongo en marcha el plan y le doy vacaciones al tiempo, que ya no me controla ni dirige mi barco.
Lo bueno de lo malo es aprender a ser mejores, y últimamente he sido una versión bastante pobre de mí misma, y no me acepto así. Soy persona de acción, y mi motor se ha parado durante tanto tiempo que está oxidado por desuso. Ponerlo en marcha de nuevo es un proceso que debo encarar con paciencia, pero valdrá la pena pasar por eso. Cuándo, dónde, para qué… son ya preguntas que no tengo que hacerme, que se han respondido solas, y que por más que las razones me aplasten sé que, al menos, podré dormir mucho tiempo tranquila y tomarme con calma el próximo viaje a neverland. Porque quizás no tenga tan claro lo que quiero, pero tengo clarísimo lo que no quiero.
Todos los acontecimientos duros que se han ido acumulando en este tiempo han ocurrido sin que yo pudiera intervenir, ninguno dependía de mí ni tenía control sobre ellos. Pero si hay algo que esté en mis manos cambiar porque no me gusta, no perderé la oportunidad de hacerlo. Y destapado el juego, no hay ya lugar a dudas. Mi pequeña ciudad quedó vacía pero hay un mundo por llenar. Y en ese mundo cabe un piso de colores bonitos con ruido en las calles y bares abiertos. Caben las letras, los animales y el vestidor. Hay gente cercana, teléfonos que suenan a trabajo, y la búsqueda desapasionada (o no) de los que me escuchen cuando no hablo, de los que se queden, de los curiosos de corazón y de los locos insensatos que apuesten por esta insensata loca. Pronto será tarde, y hasta entonces, me tomo la libertad de volverme aire, de guardar silencio, de apagar las luces y de mirar de reojo en otra dirección.
Sólo me pongo triste cuando se cuela de repente un recuerdo feliz y esbozo una sonrisa forzada que dura dibujada un segundo, porque apenas un leve tabique separa el cielo del infierno, y sobre él, como funambulistas en el alambre, hacen equilibrio las tazas del café, las brochas azules, los deseos enfriándose en la nevera, las medias rotas, un pantalón a cuadros, una camiseta a rayas, “qué lejos queda el baño”, I love NY,  la melodía de la mañana, el aliento cargado y la saliva que se derrama. Y en la amarga alucinación de ver gigantes por molinos, se abre una torpe lucha contra el entendimiento de la perfecta imperfección que me ha dejado atrapada y prisionera (sabe dios hasta cuándo) entre la espalda y la pared.

domingo, 25 de febrero de 2018

Adiós sin puntos suspensivos


Debería existir un lugar al que poder huir cuando no sabes dónde meterte. Una isla perdida en mitad del océano, sin cobertura, y donde el tiempo se detenga y te espere hasta que regreses. Y que en ese lugar, último refugio de los caídos, se encuentre la fórmula mágica que te salve de equivocarte una vez más.
Mañana es el primer día de una nueva vida, que por monótona y aburrida que se presente, no puede ser peor que la que dejo atrás. Cuatro meses exactos han tenido que pasar para llegar al mismo sitio, esta vez con las piernas heladas y el estómago vacío tratando de parar el temblor sobre el banco de una plaza esperando, en vano, un "vuelve" que nunca llegaría. Durante ese tiempo, he encontrado mil motivos para escapar y a penas uno para quedarme, y me aferré a ese único motivo para darle sentido a mis errores. Pero se ha cerrado el círculo y los errores sólo han sido errores (disfrazados de otra cosa). He cerrado ese círculo igual que lo abrí y con la misma sensación que lo hice entonces. La de no haber sido más que una piedra en el camino, y tan pequeña que desaparezco. Y este silencio ensordecedor cuenta la historia por sí solo. Historia que acaba con un desatinado “lo siento”, porque no hay finales felices para lo que empieza siendo un fracaso anunciado.
Sueño, hambre y 600mg de ibuprofeno para una resaca buscada que, junto al dichoso silencio, no hace más que acentuar el vacío que deja todo lo que no se dice, todo lo que resulta inalcanzable, toda la imprudencia acumulada y todo lo que ya no volverá. Lo único bueno que saco es haber cumplido el triste objetivo marcado. No como yo lo había planeado, pero da igual. Probablemente a mi manera no lo hubiese alcanzado nunca. Lo demuestran mis anteriores intentos fallidos, que eran fallidos a conciencia. Porque lo que de verdad duele, en el fondo, es “cuando al punto final de los finales no le siguen dos puntos suspensivos”. 


lunes, 19 de febrero de 2018

Rachas


Hoy me he levantado con una extraña sensación de optimismo corriendo por mis venas. Y digo extraña porque yo soy de todo menos optimista. Creo que hay buenas y malas rachas, y que las primeras se disfrutan y las segundas se lloran, punto. 
Mi última mala racha viene durando como cuatro meses ya, y sería todo un alivio que se fuera acabando. En este tiempo, algunas de mis peores pesadillas se han hecho realidad; lo que más temía y lo que más me podía doler. Todo junto, sin anestesia y absolutamente sola. Hubo días, que todavía recordándolos, me dan escalofríos. Días en los que creía que no lo iba a soportar, que caía irremediablemente, que no había salida. Ni buena ni mala. No había. Supongo que son esos momentos los que nos ponen a prueba, los que miden nuestra propia fuerza. Y lo único bueno de atravesar momentos de mierda es la creencia ciega de que se compensará con grandes momentos. En mi caso, si la cosa va en proporción, me deben esperar cosas increíblemente buenas… 
Pero, como digo, nunca he sido una persona optimista, y de hecho ya estoy dudando de esa sensación con la que me he levantado. Si algo bueno tiene que pasar vendrá por sorpresa porque a día de hoy auguro unos meses venideros bastante chungos. Pronto empiezo a trabajar en algo que no me gusta, para poder seguir en una ciudad que no me trata bien, sólo por perseguir cosas que siendo bonitas me hacen daño. Hay que ser masoquista… Pero dentro de esa desalentadora rutina irá llegando la primavera, y la primavera me pone contenta. Y ojalá llegue con un sol cegador que lo cambie todo, y que por fin los colores se intensifiquen, y huela a flores, y la ciudad se convierta en el prado urbano que soñaba. Y que se acaben las calles grises y solitarias, el humo y la humedad, y el frío y tu frivolidad. 
Quizás lo bueno esté por llegar, pero todavía es febrero, y sé que no terminará sin darme más escarmientos.

martes, 13 de febrero de 2018

Mi Luna en mi cielo

Me fuí con lo puesto. Tomé el último autobús disponible, al no encontrar otra forma de transporte, y me puse en Granada a la 1:00. Todo lo bueno que me había pasado ese día (conseguir trabajo y entrar en una agencia nueva de publicidad) se vio empañado por la enfermedad irrevocable de mi perra que se unía al vacío ya existente, y recientemente reconfirmado, de mi corazón. Pasé la noche entera tumabada con ella en el sofá, tapada con una manta y sin poder moverse. Había perdido la movilidad en tres de sus patas y sus lamentos no eran de dolor sino de impotencia. Sabía que al día siguiente me tendría que despedir de ella, pero necesitaba tenerla conmigo esa noche, y sólo esperaba que la pasara tranquila y sin quejarse. Dormí a cabezadas, agarrada a su patita fría y ella echó la noche en paz. Por la mañana, con el cuerpo destemplado y toda la resignación del mundo, la llevamos al veterinario para que nos dijera lo que ya sabíamos. Se fue atiborrada de chuches y con la imagen de las dos personas que más la quieren. Así se durmió, y en esa paz se marchó. Que ella no sufriera era lo más importante para mí, aunque eso supusiera mi propio sufrimiento.
El veterinario dijo que si Luna pudiera hablar sólo tendría palabras de agradecimiento, que me pusiera en su lugar y pensara en qué me diría, y que me quedara con eso para sentirme mejor.

"Gracias por acogerme cuando nadie me quería. Gracias por todas las chuches, por los juguetes y porque nunca me faltara el pienso. Gracias por los paseos al pantano, al río, al campo. Gracias por consentirme. Por los huesos del jamón, por las medias tostadas, por los filos de las pizzas, por las croquetas. Por dejarme rebañar los vasos de yogur, los platos de comida, los helados. Gracias por reservarme el último bocado. Gracias por las medicinas que me mantuvieron sana y feliz estos diez años. Gracias por los cientos de euros que os habéis gastado en mantenerme con vida. Por las vacunas, las pastillas, las inyecciones, los vendajes y mi "coronita de princesa". Gracias por salvarme la vida cuando me agarró la miosistis, el demodex, la hernia de disco y tantas otras enfermedades. Gracias por mudaros a un edificio con ascensor cuando ya no podía subir y bajar cinco pisos por la escalera. Gracias por mi cama y gracias por dejarme dormir donde me diera la gana. Gracias por haber sacrificado citas, pospuesto ensayos, retrasado viajes para no dejarme sola. Gracias por llevarme a una buena residencia que queda a 40km de Granada, habiendo tantas más cerca, porque pensábais que era la mejor. Gracias por tanto amor, por estos 10 años, y por darme una vida feliz y una muerte digna".

Y sí, lo hice todo por ella, pero el vacío que deja su ausencia no se puede llenar con palabras. Yo también tengo mucho que agradecerle.

"Gracias por haber sido lo más bonito que he tenido. Por darme la oportunidad de cuidarte, por haber sido la responsabilidad que me eché y que me ha permitido experimentar hasta dónde llega el amor. Gracias por descubrirme la fortaleza que hay en mí cuando te veía mala y te llevaba al veterinario, cuando estuviste al borde de la muerte e hice lo imposible por salvarte, por hacerme entender que no tenía límites cuando se trataba de ti. Que si no había dinero lo sacaba de donde fuera, que si tenía que levantarte en brazos, sacaba las fuerzas para hacerlo, que si me tenía que tirar a la carretera a parar un coche porque si no te atropellaba, lo hacía sin pensar en que me pudiera atropellar a mí. Gracias por despertar este instinto maternal de querer protegerte por encima de todo, y de matar a cualquiera que te hubiera puesto un dedo encima. Gracias por despedirme con pena cuando me iba (aunque fueran 10 minutos) y recibirme con alegría al regresar. Gracias por adaptarte a mi tiempo, a mi espacio, a mi estado de ánimo, a mi falta de paciencia, a mis brotes de mala follá. Gracias por tus intentos de entenderme cuando te hablaba, por ser mi mejor amiga, por tumbarte conmigo en el sofá. Gracias por haber sido tan fuerte para poder regalarme tus diez años de vida. Gracias por la última noche juntas y en silencio, por haberme esperado para decirte adiós. Y gracias por irte tan tranquilita y sin sufrir".

Hay gente a la que no le llega la inteligencia para entender que la muerte de un animal nos pueda afectar tanto. Cuando un ser querido fallece deja un vacío, y ese vacío es el que nos hace sufrir. Cuando murió mi abuelo paterno lloré por la pérdida, pero no me dejó un gran vacío. Lo veía poco, nunca fue especialmente cariñoso conmigo y su ausencia no supuso una diferencia en mi vida cotidiana. Puedo decir abiertamente que la muerte de mi perra me ha afectado un millón de veces más. Porque su ausencia sí la noto de cerca, porque ha dejado un vacío físico en mi casa al que debo acostumbrarme, y porque estuvimos juntas cada momento de cada día durante diez años. No es que una muerte duela más que otra, la cuestión es que afectan de distinta manera. Me resultó fácil aceptar la pérdida de mi abuelo, sin embargo se me hace insoportable aceptar la muerte de Luna. Es una cuestión de vínculos que nada tienen que ver con el parentesco o lazos de sangre. Lloré más a mi amigo Miguel que a mi propio tío porque simplemente nuestro vínculo era más fuerte. Y por la misma razón lloro más a Luna que a nadie hasta ahora. Que sea un perro o una mantis religiosa es irrelevante. Lo que importa es el vacío que te deja a ti, y en mí caso es enorme.
Como sé que no todo el mundo llega hasta ahí, llamé al trabajo para decir que no podía incorporarme inmediatamente porque "había fallecido un ser querido". Me notaron tan afectada que, por suerte, me guardan la plaza hasta fin de mes. Si en lugar de "ser querido" digo "perra", igual me mandan al carajo. Pero no preguntaron. Simplemente me vieron lo suficientemente mal para entender que no podía trabajar así.
Dicen los psicólogos que las tres situaciones más traumáticas por las que pasamos las personas a lo largo de nuestra vida son: la muerte de un ser querido, una ruptura sentimental y una mudanza (entiéndase "mudanza" como emigrar, exiliarse o cualquier movimiento de ciudad o país que requiera empezar de cero, no como cambiarse a una casa más grande y bonita por voluntad propia, claro). Las tres tienen en común el cambio, el vacío, la sensación de soledad y la readaptación. Seguir adelante cuando nos vemos en alguna de estas tres situaciones se hace difícil y requiere de una voluntad de hierro para no recaer.
No tengo mucho más que añadir... que siga respirando es un misterio que escapa a mi razón.