jueves, 28 de abril de 2011

La Antesala

Entró tímidamente, perfumando la sala con el olor aún reciente a flores frescas que se había quedado impregnado en su piel. Su cara delataba la conmoción del reciente viaje cuyo destino no terminaba de asimilar. Cuando reconoció algunos rostros entre aquel comité de bienvenida supo por fin dónde estaba.
Beba Jiménez

Sonrío cuando sonríes

Sonrío cuando sonríes porque estás feliz
Cómo describir lo que siento por ti
Me enamoré de esas cosas tuyas que
Me hicieron ver
Que la vida sin emociones no es nada
Y también me enamoré
De tu JB con hielo, de tu falsa hipocresía
De tus “motivos evidentes”, de tus enfados de mentira
De tu odio a la playa, de tu escorzo
De tu música clásica
El único hombre que conocí
Que pasaba de todo sin pasar de mi
Curtido en peliculas de Woody Allen
Devoto de las lunáticas irracionales
Ateo militante, político, profesor sin vocación
Amante de los vinos de importación
Y me enamoré de la tentación
Que sale por tu boca
De tu seria irritación que siempre es poca
De tu carisma, de tu encanto
De ese no sé qué que engancha tanto
Y sonrío cuando sonríes porque estás feliz
Te escribo a menudo porque sigues ahí
Haciéndome ver
Que la vida sin emociones no es nada
Y déjame quererte asi
Por todo lo que eres, por todo lo que me haces sentir
Sabio y despistado, cariñoso y respondón
Caballero de los que ya no quedan
Yo me quedo aquí, a tu vera
Tú no me dices que no
Con esa falta de complejos
Con ese afán de superación
Con ese atino para los consejos
Con esa labia, con ese tesón
A veces frío y borde
A veces un rayo de sol
Así es, así eres, así te quiero yo
Y sonrío cuando sonríes
Porque me lo pide el corazón.

Beba Jiménez

Mis Abuelos

A las ocho y media en punto de la mañana los médicos se dispusieron a preparar la sala de operaciones. Mi abuelo se dio un baño, se peinó y se perfumó como hace cada mañana al levantarse, solo que aquel día lo hizo un poco antes de lo habitual. Había estado en vela toda la noche, hojeando una y otra vez las mismas revistas y periódicos que se fueron amontonando durante su larga estancia en el hospital y escuchando entre tanto las noticias que daba la radio. Tras el temprano aseo, se sentó en el sillón que estaba situado junto a la mesita para mirar a través de los polvorientos cristales de la ventana el amanecer de aquel día lluvioso, con tanta atención que parecía que fuera la primera vez que veía salir el sol. Mi abuelo, un hombre que durante setenta y dos años no había agarrado nunca un resfriado importante, allí estaba, devastado por un cáncer. Aunque debo decir que él en ningún momento había dado muestras de debilidad alguna. Siempre se mantuvo con una entereza formidable, digna de ser admirada, y lo único que parecía haberle molestado un poco más de todo aquello era el haber perdido parte de su hermoso bigote. A la hora prevista, una de las enfermeras de turno, que ya había compartido con él todo un mes de cuidados, entró en la habitación para controlar el suero, y mientras lo colocaba de nuevo en la camilla, procedió a rasurarle el cuerpo. Mi abuelo había construido una entrañable amistad con todo el personal de cuidados, a los cuales había prometido una caja de aguacates de su propio huerto en cuanto saliera de allí. Les había contado todo tipo de historias sobre sus hijos y nietos, y les habló especialmente de mi abuela, a la cual se refería siempre como la gran mujer de su vida. Cuando terminó su labor, la enfermera se despidió de él besándolo en la mejilla y dio paso a la familia. Mi abuela, apresurada, entró la primera y se sentó junto a él en el borde de la cama, agarrando su mano- temblorosa por primera vez- con toda la fuerza que le daba el cuerpo, tratando de transmitirle la serenidad que ni ella misma tenía. Pese a que ahora se encontraba algo más asustado por lo inminente de la operación, mi abuelo era único en poner siempre un toque de humor en situaciones dramáticas y trató de arrancar la sonrisa de los presentes haciendo alusión a la deliciosa comida del hospital o a lo práctico que resulta tener un televisor que funciona con monedas. A la única que no podía engañar era a mi abuela, que continuaba agarrando su mano con fuerza y percibía todos sus temores en carne propia, a pesar de aquella máscara de indiferencia que él pretendía mostrar. Una nueva enfermera irrumpió de golpe en la habitación para colocarle a mi abuelo tubos, cables y demás parafernalia, frente a la mirada triste de mi abuela que ya no pudo contener las lágrimas y comenzó a llorar desconsolada ante la idea de tener que soltar la mano de su marido. Había que  abandonar la habitación en breve y mi abuelo le pidió a mi abuela que le guardase su reloj de pulsera. Ella, secándose las lágrimas con el antebrazo, lo retiró cuidadosamente y lo colocó en el bolsillo izquierdo de su rebeca con el celo del que guarda el más valioso de los tesoros. Él continuó diciéndole cosas pero a estas alturas, comprenderán,  que mi abuelo ya casi no podía levantar la voz a causa de los sedantes que le habían suministrado, y mi abuela, casi sorda por la edad, ni siquiera se molestó en intentar entenderlo. Se besaron y se apretaron la mano con más fuerza, hasta que la misma enfermera los obligó a separarse.
Eran casi las nueve cuando la habitación quedó vacía, en cuyo centro solo se hallaba la desoladora imagen de mi abuela acariciando su bolsillo izquierdo, como queriendo asegurarse a cada instante de que el preciado objeto seguía allí. En este punto de la historia debo decir que mi abuela es una de esas personas sensibles hasta el infinito, débil y con gran facilidad para enfermar. Toda la fortaleza que le sobraba a mi abuelo le faltaba a ella pero, a pesar de todo, siempre supo aguantar la tormenta hasta el final, aunque fuera a base de lágrimas y dolores de cabeza. Tocaba ahora retirarse a la sala de espera, donde había que resignarse a estar durante seis largas horas, que era lo que aproximadamente podía tardar semejante intervención, y más aún, por el tamaño y extensión del tumor que oprimía los intestinos de mi abuelo. El único modo de hacer que el tiempo transcurriera más rápido era mantenerse en activo subiendo y bajando las escaleras del hospital, ya sea para ir a tomar una taza de café o fumar un cigarrillo en la calle. Había un gran bullicio de gente moviéndose de un lado para otro, tratando todos de ignorar el reloj; todos menos mi abuela, que lo había rescatado de su bolsillo y no paraba de mirarlo. Se había acomodado en una de las sillas de la sala y no se volvió a levantar ni para ir al baño. Cada hora salía uno de los médicos para informar de cómo iba todo, promoviendo así la agitación general. Mi abuela hacía grandes esfuerzos para enterarse de lo que contaban, pero creo que en el fondo sabía que, pasara lo que pasara dentro del quirófano, ellos siempre le mentirían para evitar que se preocupara demasiado. A medida que pasaban las horas, las caras de los médicos delataban peores noticias, y ella por fin estalló en llanto. Aquella imagen de mi abuela llorando, inundada de incertidumbre, poseída por el miedo, es una de las escenas más sobrecogedoras que jamás he presenciado. Mi abuelo seguía en la camilla del quirófano y la angustia crecía en su interior ahogándola en la tristeza más profunda. Los médicos incluso dejaron de salir durante un buen rato, durante el cual, la frialdad de aquella sala parecía calar hondo en mi abuela, que estaba palideciendo por momentos. Pasaron dos horas desde las últimas noticias, cuando por fin salió otro médico, dijo algo rápido mientras se pasaba el brazo por la frente y volvió a desaparecer. Mi abuela miraba a su alrededor poniendo atención a los comentarios, tratando de descifrar los gestos, las miradas, y hallaba el desconsuelo en los ojos húmedos de los presentes. Entendió que le ocultaban algo, que ellos sabían más de lo que finalmente le contaban. Entre los susurros de la sala, su cabeza daba vueltas buscando salida a la desesperación creada por las dudas infinitas.
Los ecos que percibía solo consiguieron acrecentar la incertidumbre y durante un rato decidió aislarse en sus recuerdos, dejando así de prestar atención a lo que no podía o no quería entender. Estaba retrepada en el duro asiento de plástico de la sala de espera, con la cabeza hacia abajo, mirando el reloj de pulsera que sostenía con las dos manos. Aquel reloj fue un regalo que ella le había hecho a mi abuelo en sus bodas de oro; todo el tiempo juntos, toda una vida. Se encontraba tan ensimismada que ni siquiera se dio cuenta de que las agujas se habían parado. Su cuerpo, encogido y tenso, se mecía adelante y atrás como si estuviera siendo empujado por alguna fuerza extraña. Cerró los ojos y se dejó llevar por el continuo vaivén, entrando así en una especie de duermevela. En su mente no había más que oscuridad, todo estaba confuso, comenzaron a brotar demasiados recuerdos de golpe; más de cincuenta años de recuerdos atropellándose en su cabeza, y todos se mezclaron creando imágenes sin sentido. De pronto, le pareció escuchar al médico que volvía a salir, percibió las ruedas de una camilla y algún que otro sollozo. Los pasos de todo el personal quirúrgico paseaban por su cabeza como si se tratase de un desfile de martillos, mientras ella continuaba inmersa en sus propios pensamientos, más cercana a un sueño que a la realidad que tanto le asustaba, y en algún escondido rincón de su memoria se sintió por fin a salvo del dolor. La oscuridad de su mente se dispersó, dando paso a una serena claridad que procedía de alguna parte. Abrió los ojos y las lágrimas se habían secado. Distinguió una imagen que la inundó de paz y sosiego. Una tímida sonrisa se dibujó en su cara. Su rostro parecía incluso rejuvenecido. Un leve rubor apareció en sus mejillas al oír con absoluta claridad la voz que repetía su nombre y, sin dudar un momento, agarró con ternura la mano que mi abuelo le tendía.
No faltó nadie. Familiares, amigos, conocidos del pueblo... Nadie faltó al día siguiente al funeral de mis abuelos.
Beba Jiménez